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El nacimiento es un acontecimiento de profunda transformación en la vida de cada persona. Su impacto es especialmente trascendental para la madre, quien se convierte en el canal a través del cual un nuevo ser entra en este mundo, pero también para el padre, la pareja o acompañante de la madre, los hermanos y hermanas del bebé, y la familia en su conjunto.

La llegada de un nuevo ser es un momento sagrado y espiritual, pero también cargado de una esencia instintiva y mamífera. La madre se entrega con cuerpo y alma para dar paso a la llegada del ser que se formó en su vientre durante nueve meses. Ese bebé cuyo crecimiento sintió, cuyos primeros movimientos percibió, y que transformó tanto su cuerpo como su mente en preparación para su entrada a la vida externa.

Este asombroso y hermoso proceso de transformación también implica considerables desafíos de crecimiento personal y una profunda sensibilidad. Las mujeres son admirables en su fortaleza y belleza mientras navegan por estos cambios, y, al mismo tiempo, se encuentran más vulnerables a tratamientos insensibles, infantilizantes y a juicios externos.

Como seres sociales, nuestra existencia se basa en el apoyo mutuo y la conexión con personas afines para vivir de la mejor manera posible. En este contexto, el periodo de gestación, parto y puerperio no es una excepción. A lo largo de la historia, las mujeres se han brindado apoyo y compañía en estos procesos, ofreciéndose mutuamente un respaldo invaluable tanto en el momento del nacimiento como en la crianza de sus hijos e hijas.

En las antiguas tribus, las mujeres se cuidaban y educaban unas a otras, transmitiendo sabiduría y experiencia de generación en generación. Lamentablemente, esta forma de cuidado materno ha ido perdiéndose en la sociedad moderna, aislándonos de otras madres y privándonos de la riqueza de esos saberes ancestrales. La medicalización y control institucional del parto también han alterado su naturaleza, despojándolo de su dimensión espiritual y humana.

Es en este contexto histórico y social es que surge la figura de la doula.

La palabra "doula" tiene su origen en el griego antiguo. Proviene de la palabra griega "δούλα", que se pronuncia "dula" y significa "sierva" o "mujer que sirve".

La popularización de la palabra "doula" en la cultura contemporánea y en la atención médica moderna se debe a la escritora y feminista Dana Raphael, quien la adoptó en la década de 1960 para describir a las mujeres que proporcionaban apoyo a otras mujeres durante el parto y el nacimiento. Desde entonces, el término ha sido ampliamente utilizado para describir a las personas que brindan apoyo emocional y práctico durante el proceso de parto y en los primeros días después del nacimiento.

Si bien el término doula es reciente en la historia, el papel de una doula no es nuevo. Las doulas siempre han sido parte del arte antiguo y sagrado de las mujeres que apoyan a las mujeres durante el parto.